Soy una chica de edificio. Viví toda mi vida en un piso 18 con vista a Buenos Aires, en un edificio donde hay cuatro departamentos por piso (el A, el B, el C, el D), en un edificio donde hay 24 pisos (y uno duplex arriba de todo), en un edificio donde, por ende, hay casi 100 espacios iguales ocupados por 100 familias distintas (o personas solas, o parejas, o amigos, o extraños). Eso de crecer en un edificio me generó una costumbre un poco extraña: desde chica me encantaba entrar a los departamentos ajenos (de mis vecinos de edificio). Me intrigaba (y me intriga) muchísimo ver cómo dos espacios que físicamente son iguales cambian tanto al ser habitados por personas distintas.

Qué bien me sentía cuando entraba, por ejemplo, al 9 D o al 17 C (con la excusa de “acompañar a mi mamá”) y veía que donde yo tenía mi cuarto ellos tenían una sala de estar y que donde yo tenía alfombra ellos tenían parquet y que donde yo tenía un espejo ellos tenían una pared vacía y que donde yo tenía una cocina blanca ellos tenían una cocina plateada y que donde yo tenía juguetes de nena ellos tenían juguetes de nene y que donde mi mamá tenía su taller de pintura ellos tenían simplemente un balcón grande. Qué gran descubrimiento fue entrar a aquel departamento donde vivía una pareja filipina y ver mi casa en versión asiática. O entrar a alguno de los departamentos “A” o “B” y ver que tenían vista a una parte de la ciudad que yo desconocía. O entrar al piso 1 y ver lo cerca que estaba la calle de la ventana. Cómo me gustaba meterme en departamentos ajenos y espiar ese espacio tan parecido al mío pero decorado de forma tan distinta. Era como viajar a una realidad paralela, como entrar a las otras 99 posibilidades de “lo que podría haber sido mi departamento”.

[singlepic id=5397 w=625 float=center] Todas las fotos de este post son “viejas”, las saqué en otros viajes a Uruguay. Esta, por ejemplo, es de Montevideo en el 2010.

Si bien este afán de espiar departamentos ajenos es algo que tengo desde chiquita, recién me di cuenta de que existía como tal ayer, mientras viajaba en auto de Colonia a Montevideo y se me cruzó por la cabeza la palabra “vecinos”. Uruguay y Argentina somos vecinos. Vecinos muy cercanos, muy parecidos y muy distintos a la vez, pero vecinos al fin. Estamos al lado. Si fuéramos edificios podríamos espiarnos de ventana a ventana de tan cerca que estamos. Con Uruguay, como buenos vecinos que somos, nos miramos constantemente, estamos atentos a lo que hace el otro y nos conocemos, por lo menos en base a lo que vemos a través de esas ventanas que nos separan.

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Entré a este departamento llamado Uruguay varias veces en mi vida. Cuando era chica, al igual que cuando entraba a los departamentos de mis vecinos de edificio, lo hice de la mano de mi mamá y mi papá, con bastante timidez pero siempre con la mirada atenta. Pasamos varios veranos en Punta del Diablo y en La Paloma y nos hicimos muy amigos de una familia uruguaya a la que nunca más volví a ver (pero que aún hoy recuerdo). Durante mis 15 pasé algunos que otros días en la movida veraniega de Punta del Este —a la que nunca más volví ni creo que vuelva—. Más adelante, con menos de 20 años, volví con amigas y descubrí el encanto de Colonia, la paz de Montevideo, la vida de barrio de Parque Rodó, el No Te Va Gustar y su buena onda (los saludé en persona y todo), el Cuarteto de Nos y sus canciones rimadas. De vuelta en Buenos Aires me enamoré de Mario Benedetti, de su poesía, de sus cuentos, de sus novelas.

[singlepic id=5405 w=425 float=center] Foto muy retro en Punta del Diablo (soy la pequeña de la izquierda, estoy junto con mi prima Ceci)

[singlepic id=5398 h=625 float=center] Por las calles de Montevideo (si se fijan, la ropa de los nenes combina con los colores del mural)

[singlepic id=5389 w=625 float=center] Escenas montevideanas

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[singlepic id=5406 w=625 float=center] En motito por Colonia

La última vez que vine fue hace dos años y medio, antes de irme a Asia, con una de mis mejores amigas. Alquilamos una motito y nos apropiamos de las calles de Colonia, nos sentamos en el faro y nos hicimos amigas de dos entrerrianos que andaban medio perdidos, festejamos Año Nuevo en un camping de Piriápolis con amigos uruguayos, volvimos a Montevideo y descubrimos Ciudad Vieja y sus calles desiertas un domingo, las curiosidades de la Feria Tristán Narvaja, el Puerto, la murga callejera, los y las montevideanos/as. Nunca me hice amiga del mate uruguayo, si bien acá todos nacen con el termo bajo el brazo y van cebando mate incluso mientras andan en bicicleta (lo vi). Entiéndanme: es que no tomo mate ni en Argentina, es una costumbre que jamás adquirí. De la que sí me enamoré fue de Montevideo… Y ahora, cada vez que me canso de Buenos Aires, pienso: “¿y si me instalo en Montevideo?”.

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Ahora, más de dos años después de la última vez, estoy de vuelta acá, en un departamento que visité varias veces y que, al irme, siempre me dejó con nostalgia y ganas de más. Uruguay es, para mí, como ese vecino que vive en el depto “C” (o la letra que esté justo enfrente de nuestra puerta) y al cual le tocamos el timbre bastante seguido para hacerle alguna consulta, pedirle algo o simplemente saludarlo, y cada vez que él abre su puerta aprovechamos para espiar el interior, para ver cómo vive, qué hace, cómo tiene decorado su departamento… Esta vez no vine solamente a espiar unos minutos, sino con el plan de quedarme (espiando) dos semanas. Vengo a coparle el depto a Uruguay. Vengo a instalarme por unos días con el objetivo de dejar de ser una mera espía y convertirme en una huésped con todas las letras. Vengo a conocer a este vecino del cual sé tanto y tan poco a la vez. Uruguay, ya llegué. Gracias por recibirme. Prometo no molestar ni ensuciar.

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