No hay día que no sienta ganas de estar en Asia. Extraño ese continente a todo momento. Esta semana estuve escribiendo acerca de China para mi libro y casi lloro. Me acordaba de todo. Con lo mala que es mi memoria me sorprendí al darme cuenta de que hay muchas cosas que me acuerdo de punta a punta. Y no sólo me acuerdo de qué hice o a dónde fui, también me acuerdo del vientito frío que me pegaba en la cara a la salida de la estación de buses, del ruido del río que cruzaba una ciudad, de la palmada cariñosa que me dio una señora en el hombro cuando me vio sola y perdida, de la sopa de arroz que me llevó a comer Eva, de los incontables vasos de té y caramelos que compartí con cuatro mujeres de una etnia minoritaria, de mi comunicación a través de lenguajes no basados en la palabra. Dicen que cuando uno recuerda cosas muy vívidamente el cuerpo no toma conciencia de que eso ya pasó y se comporta como si estuviesen ocurriendo. Por eso mientras yo recordaba, revivía y escribía, mi cuerpo creía que realmente estaba en Asia. Sentí un dolor en el alma; era una combinación de alegría y nostalgia.

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Asia es un lugar del mundo al que quiero volver lo antes posible. Mi plan, después de terminar el libro, es irme otra vez para allá. Tal vez atravesar Europa por tierra, llegar a Asia y después recorrer Oceanía, tal vez volar directo a Asia, no lo sé. Pero Asia va a estar en mi próximo viaje largo seguro.

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Hace unos días me escribió Andrea, editora de una de las revistas argentinas para las que trabajo, y me propuso hacerle una entrevista al dueño de una cadena de restaurantes de comida china que acaba de abrir su primera sucursal en Argentina. El tema es que Andrea no sólo es mi editora sino que es mi amiga y tiene una intuición que a veces me asombra. Ella sabe a quién mandarme a entrevistar: antes de viajar a Asia, por ejemplo, fue ella la que me encargó que le hiciera un reportaje a Steve McCurry, el fotógrafo de la Niña Afgana. Esta vez la propuesta era otra, pero igual de tentadora: entrevistar a Philip Chiang (co-fundador del restaurante P.F. Chang’s), un chino que creció en Japón y vivió gran parte de su vida en Los Ángeles y que, más allá de trabajar en restaurantes, es artista (pintor) de vocación. Además, el día de la entrevista, me dijo Andrea, habría una degustación de comida china y asiática en el restaurante. ¿Podía decir que no?

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Mientras preparaba la entrevista en casa no pude evitar sentir aún más nostalgia de Asia, pero esta vez la nostalgia no provenía de mi alma sino de mi estómago. Algo que extraño muchísimo de Asia es la comida. Me encanta la cocina asiática. Me encanta el ritual social que existe alrededor de la comida en Asia. Me encanta que cualquier excusa sea buena para juntarse a comer. Me encanta que la mejor comida sea la de los puestos callejeros. Me encanta lo agridulce, lo picante, lo sorprendente de la comida asiática. Me encanta que Asia se exprese a través de la comida. Cada vez que huelo un poco de curry o de masala me transporto. El olfato es otra gran manera de viajar, es un gran evocador de recuerdos que no distingue geografías ni tiempos. A veces huelo algo que me lleva de vuelta a mi infancia, a veces huelo algo que me recuerda a una callecita de Asia. Es imposible saber a dónde me va a llevar mi nariz en su próximo recuerdo.

La cuestión es que ayer fui a la degustación y entrevisté a Philip y, sinceramente, fue como volver a Asia por un rato. Me acordé de la vez que una argentina me regaló una bolsita marrón repleta de alfajores, dulce de leche y golosinas típicas de Argentina en medio de Kuala Lumpur (Malasia). Hacía más de un año que estaba viajando por Asia y que no probaba algo parecido, y esa bolsita marrón me llevó de vuelta a Argentina en un bocado. Lo de ayer en el restaurante fue así, pero al revés. Hace más de un año y medio que no piso Asia y probar esos 16 platos (sí, fue una degustación de 16 platos chinos/asiáticos típicos) fue como un viaje fugaz en plato volador. Si cerraba los ojos y solamente me concentraba en el sabor, estaba en Asia. El restaurante (que en Argentina también se llama P.F. Chang’s y está ubicado en San Isidro, Buenos Aires) sirve principalmente comida china pero también tiene sabores del Sudeste Asiático, de Japón y de Korea. Están adaptados al paladar occidental, pero siguen siendo Asia en un plato.

[singlepic id=7031 w=625 float=center] Este es uno de los platos de ayer y, creo, el que más me transportó. Tenía curry, tofu, maní y leche de coco. No tengo más para decir.

[singlepic id=7032 w=625 float=center] Este también me encantó: camarones, nueces y melón con una salsita. Una delicia.

[singlepic id=7036 w=625 float=center] Este fue un mundo de sensaciones: lo de la foto es el relleno que se envuelve en una lechuga fresca y se come cual “taco”.

Hace mucho que no escribía acerca de Asia. Hace mucho que no escribía de comida. Pero lo de ayer fue algo inesperado que me sacudió y me hizo viajar sin viajar. Charlar con Philip tampoco me ayudó a disminuir mi nostalgia asiática, al contrario: la entrevista derivó inevitablemente en viajes, en comida callejera y en Asia. Yo creo que lo de ayer fue el resultado de una sumatoria de cosas: mi saudade de Asia sumada a mis recuerdos mientras escribo el libro sumados a mis ganas de volver a viajar sumadas a mi amor por la gastronomía asiática genero que me teletransportara en un bocado y me acordara de, por ejemplo, cosas como estas.

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1. Bangkok, Tailandia. Este fue mi primer acercamiento a la comida callejera de Asia. En aquel momento (primeros días de mi viaje) aún me resultaba raro ver a la gente comer tan tranquilamente en las veredas. Después descubrí que la comida callejera es la mejor.

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2. Kuala Lumpur, Malasia. Este es uno de los tantos postres que Philip decidió no poner en sus menúes porque sabe que no “funcionan” tanto en el paladar occidental. A mí me encantan, pero así como lo ven, adentro pueden tener cosas como frituras, mango verde, azúcar, ají, pasta de camarón, jugo de lima, maní y/o jengibre.

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3. Kuala Lumpur, Malasia. Otro ejemplo de lo anterior. Este es mi postre preferido de todos los que probé en Asia. Es taiwanés pero lo probé en Malasia. Tiene hielo picado, tero balls (ni sabría decirles qué son), batata y otras cosas por el estilo. Amé.

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4. Penang, Malasia. Penang fue mi paraíso gastronómico, un lugar en el que me quedaría a vivir simplemente por un motivo: su comida. Mi amiga Tippi me llevó un montón de veces a comer a los hot-pot, restaurantes-buffet donde cada cual elige lo que quiere comer y lo cocina a su gusto en su propia mesa.

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5. En Penang también aprendí que los mejores lugares donde comer no son los más caros, sino los que están más llenos de gente local. Un chino-malayo me dijo: “Si hay gente haciendo fila para comer en un puesto callejero, no tengas duda: es el mejor”. Con tantas opciones de comida, no hay más razón que esa para esperar.

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6. En Penang, para seguir con mi paraíso, probé la comida india por primera vez. Y fue amor para siempre.

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7. Mi amiga Tippi (china) fue la que me invitó a formar parte de una tradición china milenaria: el ritual del té. Todas las tardes pasábamos horas tomando tés y charlando de la vida.

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8. Battambang, Camboya. Camboya fue un país en el que descubrí que no hay nada que no se pueda llevar en una moto o en una bici. Una vez conté como 20 cocos atados a una bicicleta. O, como en este caso, ananás.

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9. Savannakhet, Laos. De Laos quedaron en mi recuerdo los puestitos callejeros con gente esperando pacientemente a sus clientes. Laos es un país de pocos habitantes y de calles vacías, pero repleto de cultura callejera al igual que sus vecinos.

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10. En la ruta, Laos. Esta escena es muy común, al costado de cualquier ruta asiática.

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11. Luang Prabang, Laos. Y en Laos, además, es muy común comer en buffets al aire libre. Si bien muchos de los puestos de Luang Prabang son turísticos, la comida es deliciosa y muy barata. Lo que daría por volver a servirme de esos platos…

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12. Sticky rice with mango. En países como Tailandia y Laos aprendí a amar la comida agridulce, como el arroz con pedazos de frutas y maní.

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13. Pad lao, la versión laosiana del pad thai. Uno de los mejores platos que probé. El mejor pad thai de mi vida me lo preparó un ladyboy en la estación de tren de Bangkok y me costó medio dólar.

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14. Lijiang, China. China fue un país aparte. Los primeros días casi no comía porque como no podía hablar ningún idioma chino me resultaba muy difícil comer afuera (no había menúes en inglés ni fotos). Con el tiempo aprendí algunos trucos y aprendí, sobre todo, que comer en China es un ritual social y comunitario. Es muy raro que la gente coma sola o que se pida platos personales: en una mesa china todo se comparte y todos pueden probar un poco de todo.

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15. Lijiang, China. Lijiang es uno de los lugares donde mejor comí: era todo casero y hecho con amor. Probé platos y verduras que ni sé cómo se llaman pero que siempre quedarán entre mis preferidos. Aprendí a amar la noodle soup de desayuno y el arroz por sobre todas las cosas.

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16. China (no recuerdo dónde, fue en un pueblito donde paré a hacer noche). Mi amiga Tippi me dio la solución para poder comer en cualquier restaurante: entrar a la cocina, mirar los ingredientes y señalarle con la mano a la cocinera qué es lo que quería en mi plato. Este lugar, por ejemplo, fue una alegría: todas las opciones estaban a la vista de los comensales así que lo único que tuve que hacer fue seleccionar los ingredientes, ponerlos en mi plato y dárselos al cocinero para que los hiciera al wok en el momento.

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17. Macau, Región Autónoma de China. Y en todas partes de Asia comprendí que la comida es más que simplemente comida: es un modo de relacionarse con la gente. Y si creía que en otros países se comía “mucho”, cuando viajé por Asia entendí que comer “mucho” era algo que jamás había experimentado.

Y todo esto se me cruzó por la cabeza ayer, mientras me reencontraba con sabores asiáticos en pleno Buenos Aires. La comida tiene el poder de llevarnos de viaje a cualquier lugar del mundo.